jueves, 31 de octubre de 2019

"NO ME CUENTES CUENTOS", ESPECIAL "HALLOWEEN"; "CERO NEGATIVO" DE JOSE RODRIGUEZ.

—Su sonrisa de “todo va a ir bien” —pensó mientras mentía a aquel hombre cuyos títulos en la pared nombraban algo así como “caballero de los loqueros cuadriculados”.

La terapia cumplía en unos días su séptimo mes y más allá de un buen sofá sobre el que verter sus lágrimas no había encontrado consuelo o ayuda a su destrozado estado emocional. Durante los primeros días tras el entierro se había esforzado por recomponer los pedazos de vida que la muerte de su marido había desperdigado por cada rincón de la ciudad, pero no tardó en comprender que no podía arreglarse lo que ya no existía.

No podía seguir con su vida simplemente porque esta había dejado de serlo.

Su familia y amigos insistían en que era joven, que sus apenas treinta años aseguraban un futuro lindo y feliz y que pronto encontraría algo a lo que aferrarse para continuar amando la vida, para continuar escribiendo para todos los miles de lectores que aguardaban sus historias ¿Qué sabían ellos? Había escuchado todo tipo de consejos de todo tipo de personas y era absolutamente incapaz de reconocer en ellos ningún tipo de autoridad moral. ¿Escuchar consejos de amor de alguien dos veces divorciado? ¿Aguantar opiniones sobre la pérdida y la recuperación de alguien que jamás ha perdido ni siquiera a una mascota? No gracias, no de vosotros.

Debía reconocer que en cierto modo su carácter se había agriado y oscurecido y quedaba poco de la joven alocada para la que todo se reducía a escribir y disfrutar cada segundo del día junto a su marido. No podía decirse de ninguna manera que la suya hubiera sido una vida de juerga y desenfreno, pero había sido divertida y mágica a partes iguales. Nadie entendía como podían quererse tanto después de toda una existencia de noviazgo.

—¿Cuál es vuestro truco? —solían escuchar. No había truco. La magia era auténtica.

Ahora, mientras el eco de las palabras de su loquero resonaba en el hueco espacio de su atención, todo se había hecho pequeño,  diminuto, sin importancia. Poco atractivo tenía la música, el cine, la pintura y cualquiera de las aficiones que solían formar parte de su vida. Era totalmente incapaz de escribir una sola palabra que no contagiara oscuridad y tristeza lo cual era de todo menos apropiado para su carrera.

No importaba.

Había pensado en poner fin a todo, pero hasta en eso carecía de fuerza de voluntad.

Su “planazo” era dejar la vida pasar y respirar hasta que no tuviera que hacerlo más.

—Muy bien, nos vemos la semana que viene. Siga mis recomendaciones por favor, creo que estamos en un momento de la terapia muy importante —concluyó el psicólogo mientras sus palabras se perdían desperdiciadas por el suelo.

Otro día más, otra consulta más. Otra NADA más.

—Un día vas a llegar demasiado pronto a tu propia vida —solía decir su marido mientras la veía caminar a diez mil revoluciones por segundo.

—Sabes que no puedo andar despacio.

—¡Lo sé cariño! Supongo que por eso me costó tanto alcanzarte. —Fui yo quién te alcanzó a ti.

—Me hacía el interesante...ya me conoces.

Conversaciones como aquella se repetían a diario en su cabeza por cada rincón de la ciudad. Era totalmente incapaz de hacer nada sin pensar y los recuerdos pesaban como enormes losas de mármol sobre su cuerpo, aplastándola contra el suelo y reduciendo su existencia a un montón desordenado de lágrimas.

Lo había probado todo y al mismo tiempo no había probado nada tal vez porque deseaba al mismo tiempo olvidar y recordar. Cada sonrisa inesperada que había surgido de sus labios en los últimos meses se había convertido a partes iguales en un dardo afilado en el centro de su pecho y una soga anudada al cuello. Quería reír y odiaba hacerlo, bañada en toneladas de culpabilidad que estaban simplificando su personalidad hasta convertirla en una marioneta de la memoria.

Sus amigos y su familia la miraban “de esa forma” y así había sido desde el entierro. Había pasado de ser ELLA a ser la versión “pobre y desamparada” algo que lejos de reconfortarle la angustiaba. Toda su vida había desparecido y no se reconocía en ninguno de los actos que la daban forma tal vez porque era incapaz de identificarse con la mujer que los ojos de los demás veían al mirarla.

Aquella mañana el Sol brillaba gris, desganado, sin demasiado interés en ejercer su papel en el cielo. No le culpó y agradeció el tono neutro de un despertar que debía llevarla al centro de la ciudad para seguir tramitando papeles relacionados con su marido. Los últimos días la habían hecho pensar mucho en la “gran mentira” de la vida, esa que afirma a los niños que fue el amor de papá y mamá quién los trajo al mundo cuando en realidad fue una sucesión gris y desangelada de seres humanos pegados a una silla y con infinitos sellos legales. Papá y mamá habían traído al mundo a un trozo de carne que sin unos cuantos papeles no era nada, sin nombre, sin fecha de nacimiento, sin derechos...

La muerte era aún peor. Al absurdo certificado de que alguien había dejado de ser alguien se unía la necesidad de confirmar que su familia había sido su familia y que su mujer había sido su mujer hasta convertirse en su viuda. Papeles, papeles y más papeles que sólo hacían prolongar el dolor y convertir en un negocio más la pérdida de un ser amado.

Ordenó detener el taxi a relativa distancia de su destino. Deseaba escapar del olor a rancio de aquel vehículo y de la ausencia de oxígeno, algo que había empezado a descubrir en lugares dónde nunca creyó encontrarse falta de aire. Había vendido su coche y sustituido su rutina de atasco y polución por un enfermizo transporte público en el que perder la noción de sí misma embutida en un volumen desaforado de música. Desdibujada en el asiento de un autobús podía apagar su cerebro y dejarse dominar por las notas más o menos acertadas que invadían sus oídos con fiereza, prescindiendo así de la mínima consciencia necesaria para manejar un coche de un lado a otro de la urbe.

La ciudad recibió sus primeros dos pasos fuera del vehículo con indiferencia. Los extras que formaban parte de la cutre y mediocre obra de teatro de la vida caminaban de un lado a otro sin ningún rumbo, dotando a la ciudad de un color que en realidad no tenía. Sus miradas somnolientas se cruzaban sin ningún interés ni valor ocultando cientos de historias oscuras que una vez creyó llenas de pequeñas dosis de magia. Solía jugar con su marido a imaginar lo bonito que se encerraba más allá de lo evidente, suponiendo grandes historias escondidas en personas normales y corrientes...

...ahora tenía su ejemplo, neutra por fuera, podrida por dentro. “Lo bonito” era una quimera imposible y retorcida que sólo existía en dosis diminutas y efímeras. Nada más.

Miró con desdén la carpeta azul en su brazo derecho. TODO lo que había sido su marido cabía en aquellos estúpidos papeles. Partida de nacimiento, certificado de defunción, libro de familia, pasaporte, carné de identidad, seguros de vida, cuentas bancarias...una vida y una muerte reducida a un montón de folios manchados de burocracia.

Odiaba sentirse así. Odiaba SER así. Su marido estaría avergonzado de ella a límites intolerables y eso no hacía sino aumentar la desgana con la que respiraba cada amanecer. Había sido tan feliz, tan dichosa, ¡habían brillado tanto juntos! Era incapaz de reconocerse entre aquellas cuatro paredes de dolor en las que permanecía encerrada. Lo había intentado, había intentado llenar de color sus días y de luz las noches, pero la pena y la ausencia eran demasiado gigantes como para no dominar su existencia. Mastodónticos molinos de viento contra los que no se podía luchar.

—Estas muy fea cuando estas gris —solía decir su marido cuando la descubría perdida en la rutina.

—Tengo mucho trabajo. Las historias no salen y tengo que entregar varios manuscritos en pocos días, ¿cómo quieres que esté?

—Preocupada pero confiada. tensa pero brillante. Todo saldrá bien. Siempre saldrá bien.

Pero no había salido bien. Estaba sola en un mundo que había dejado de brillar, sumida en una oscuridad que amenazaba cada día más con terminar con ella.

Él estaría decepcionado, muy decepcionado. Comenzó a llorar.

Y comenzó a llover. Un hecho que fue totalmente irrelevante.

La gente corría de un lado a otro como si en lugar de lluvia aquellas gotas estuvieran formadas por algún tipo de ácido aterrador capaz de reducir la piel a huesos y los huesos a ceniza.

—¡Es agua, por el amor de Dios! —gritó mientras la ciudad ignoraba por completo su voz.

Los trámites habían ido bien. Otro hecho absurdo y si importancia.

La humedad había cubierto a la ciudad por completo. El irregular sonido de las gotas golpeando la vida de los hombres conformaba una música desangelada y deforme a juego con su ya vacía carpeta azul y con la desganada búsqueda de un taxi. Daba igual. Todo daba tan igual como igual podía dar todo. Hasta los truenos que empezaron a desgarrar el cielo parecían empeñados en unirse al coro de la irrelevancia en el que se encontraba sumida su existencia.

Buscó con la mirada un taxi sabiendo que a esas alturas hubiera sido más sencillo encontrar una estampida de unicornios. Poco importaba. Podría tirarse allí plantada bajo la lluvia cien diluvios y dejar pasar tres arcas de tres “Noes” antes de decidir dar un nuevo paso sin paraguas.

Pero entonces lo vio y de nuevo todos y cada uno de los resortes de su memoria se activaron dando paso a un nuevo capítulo en aquel día. Era un autobús, era “EL AUTOBÚS” blanco. Lo conocía perfectamente.

La unidad móvil de donación de sangre.

—Dios, hacía tanto que no lo veía...—pensó mientras apartaba el empapado pelo de su rostro.

Desde la muerte de su marido la vida parecía haber escondido en sus rincones una serie de pistas y objetos que al encontrarlos despertaban los más insoportables recuerdos preciosos de su pasado. Era como si se encontrara en un constante campo de minas de la nostalgia que al atravesarlo podía explotar en cualquier momento llenando todo de melancolía y tristeza.

Cuando ocurría se convertía en una adicta confesa al dolor y la compasión. Si encontraba por azar el perfumen de su marido en otro hombre fingía caminar en su misma dirección durante varios minutos solo por sentirlo sobre su cara. Si un sabor conocido invadía su boca en cualquier rincón de la ciudad permanecía quieta junto a él hasta que sus pulmones solo eran capaces de respirar pasado. Si una canción recorría las notas de su gran amor su garganta la lloraba a voz en grito y si eran las letras de un poema, rimaba pensándole hasta el punto final.

—Vaaaaamos —solía insistir su marido frente al autobús —es nuestra responsabilidad cariño.

—Me dan pánico las agujas mi vida, ya lo sabes.

—Lo sé, pero tu sangre es muy valiosa. Ayudarías a muchas personas con solo un rato de sacrificio. Eres cero negativo, cosita...

—No puedo amor, no puedo...sé lo importante que es, pero no puedo mi vida.

Él siempre había sido mejor persona que ella. Su relación era en ese y otros aspectos totalmente asimétrica. Su luz siempre había sido mucho más brillante y sincera. No se tenía por una mala persona, eso era evidente, pero al lado del hombre más bueno y solidario del mundo era una mera aprendiz. No podía negar que había dado pasos durante su relación y tenía los recibos mensuales de varias ONG para demostrarlo, pero no vivía el proceso con la misma intensidad y pasión con la que lo hacía su marido.

—¿Moriré sin verte donar? —habría bromeado él en más de una ocasión.

Aquel autobús trajo todos aquellos recuerdos a su memoria de manera implacable. La lluvia que cubría los cielos de la ciudad comenzó a brotar desde dentro y unos segundos después era su corazón el que sufría del más apenado y enrabietado de los diluvios.

Había muerto sin verla donar.

—¿Se...se encuentra bien? —sonó una vez agradable a su espalda.

—Eh...sí, sí, no se preocupe. —contestó sin recuperar la mirada del infinito.

—¿No preocuparse de una bella joven llorando? No sé en qué mundo vive usted señorita, pero en el mío, un caballero siempre acude al rescate de una dama en apuros.

Las palabras surgieron un efecto inmediato que se tradujo por completo en forma de sincera curiosidad y giró su cuerpo buscando el origen de la voz. Un apuesto hombre, en torno a la cuarentena y cubierto por una bata blanca la sonreía mientras colocaba su paraguas sobre sus cabezas.

—Está usted empapada, debería buscar algo de refugio y calor. No quiero ser atrevido, pero no sería yo sino hiciera todo lo posible para ofrecerle mi ayuda.

La lluvia apenas había osado impactar sobre el cuidado pelo largo del ¿doctor? mientras que su sonrisa parecía totalmente ajena al desconcierto que debía estar reflejando la cara de la mujer que tenía delante. Brillante, abierta y directa, había algo en su forma de sonreír que le hizo sentirse cómoda al instante, confiada, un sentimiento que llevaba meses sin sentir.

—No te asustes —dijo modulando su tono a un volumen más suave y agradable — No soy un científico loco en busca de mujeres empapadas ¿Ve ese autobús? Soy doctor. Estoy recogiendo donaciones de sangre. Debo tener alguna toalla dentro, ¿te gustaría secarte un poco? Prometo solemnemente no extraer nada de tu cuerpo que no sea la humedad de su piel — añadió realizando un gracioso gesto con los dedos sobre su pecho.

Ella sonrío. No recordaba la última vez que había sonreído a otro alguien sin sarcasmo, pero lo cierto es que lo hizo de manera honesta y nada forzada. Aquel hombre había sido un encanto y por encima de todo era un completo desconocido lo que suponía que con él no era “viuda”, ni “triste”, ni ninguna otra etiqueta más que “mujer rara empapada por la lluvia”.

Miró a las nubes.

En realidad, necesitaba algo de calor.

—Nunca te rindes ¿verdad? —pensó mientras imaginaba a su marido negociando con algún responsable del cielo el envío de aquella agradable y sana tentación solidaria.

El suave tacto de la toalla sobre su pelo produjo casi al instante una inesperada sensación de placer. Cada rincón de su piel se erizó y sus ojos se entornaron durante un segundo recordando aquellas noches de invierno en las que su marido peinaba y secaba su pelo después de una delicada ducha caliente.

—Si me permites te dejo esto aquí —dijo el buen Samaritano mientras cogía la vacía carpeta azul y la dejaba sobre una de las camas de donación — y te doy esta “caliente-artificial-aunque- rica” taza de chocolate —añadió mientras servía el contenido de un líquido en una taza con un corazón dibujado en ella. — Por cierto, todavía no sé tu nombre...es más, casi ni sé a qué suena tu voz.

—Saron —contestó sin titubeos —Me llamo Saron y...gracias por todo esto.

—Me llamo David y no, no me las des. Había salido en busca de más chocolate “anti lluvia” y como verás esta tarde no tengo mucho movimiento así que “socorrerte” ha sido, además de algo obligado un placer inmenso.

La visión del autobús desde dónde se encontraba era desoladora. Había acompañado a su marido multitud de veces a donar sangre y pese a que nunca había estado dentro era evidente que aquella soledad no era lo habitual.

—¿La lluvia?

—La lluvia, el partido en la televisión, la “condición humana” — contestó con cierta resignación David —Llevábamos tiempo sin venir por esta zona y la verdad es que no recordaba la poca implicación que tenéis (con todos los respetos) por aquí.

—¿Llevabais?

—Sí, jejeje —sonrió dulcemente David — la costumbre. Normalmente vienen conmigo dos compañeros, pero esta noche...

—La lluvia, el partido en la televisión, “la condición humana” — completó Saron de una forma decididamente encantadora.

—¡Brindo por eso! —exclamó con cierta pompa David mientras simulaba sostener una copa en su mano derecha.

¿Estaban coqueteando? No, no se trataba de eso, simplemente era amable con aquel hombre y no podía negar que era agradable volver a tener una conversación con alguien que no midiera sus palabras por el rasero de su pasado reciente.

—Bueno, Saron, y cuéntame, ¿a qué te dedicas? Empezaría yo primero, pero creo que salta a la vista.

—Soy escritora o bueno...lo era. —¿Escritora? Vaya, ¿lo has dejado?

“Enhorabuena Saron. Has tardado cinco minutos en intentar convertir a ese hombre en otro más del club de los cuanto-lo- siento-Saron” —pensó mientras contestaba.

—Estoy en un pequeño “retiro” por decirlo así. Espero poder volver a mis letras pronto.

—Interesante ¿y qué tipo de cosas escribes? ¿Dónde puedo encontrarlas? Contesta primero a la segunda pregunta —sonrió David sin dejar de mirar fijamente a sus ojos.

—Jeje, en cualquier librería supongo y sobre qué escribo...básicamente historias de terror y suspense.

—¡Señorita Stephen King!

—Ojalá tuviera la mitad de talento que King

—Estoy seguro de que vas sobrada de talento, solo hay que mirarte para intuirlo.

Saron jugaba desde hacía un par de minutos con su pelo y no dejó de hacerlo mientras un silencio algo incómodo acompañó a las últimas palabras de David. No podía interpretarse de ninguna de sus expresiones o gestos algo inoportuno o que incomodara a nadie, pero lo cierto es que aquel autobús parecía impregnado de una atmósfera extraña que la hacía sentir cómoda y segura.

—No me puedo quejar y mis lectores parece que tampoco lo hacen —respondió finalmente Saron sin dejar de sonreír.

—Totalmente seguro de ello. Lo primero que haré mañana si sobrevivimos a esta tormenta es irme a comprar uno de tus libros. ¿Cuál me recomiendas? Aquella era una pregunta clásica y su respuesta acostumbraba a serlo también.

—No es fácil recomendar un solo libro, es como lo de “querer más a papá o a mamá” pero uno de mis favoritos por múltiples razones es “El Letargo del Vampiro”. La gente lo disfrutó mucho en su momento y si eres aficionado al género puede ser una buena elección.

—No irá sobre vampiros amando a otros vampiros y brillando bajo el Sol, ¿verdad?

—¡No! —respondió dulcemente indignada Saron —mis vampiros son más bien poco encantadores y terriblemente peligrosos...

—¿De los que dejan secas a sus víctimas?

—De esos mismos. De los que los niños y los jóvenes no deben leer.

—Magnífico, pues no se hable más —sentenció el doctor con entusiasmo — mañana mismo “El Letargo del Vampiro” estará en mi poder y eso sí, tendrás que permitirme que te invite a un café para que puedas dedicármelo y poder presumir ante mis amigos.

En otro momento, en otro lugar, en cualquier otro de los muchos días y noches que habían precedido a aquel Saron habría encontrado cientos de maneras diferentes de rechazar aquella encantadora y directa invitación.

Sin embargo, aquella era la noche de la carpeta azul vacía, de la lluvia empapando desde dentro su alma y de un hartazgo emocional que había superado con creces el nivel del mar. Tardó dos segundos en responder, pero cuando lo hizo se sintió aliviada y culpable a partes iguales.

No esperaba sentirse de otra forma.

—Me parece bien, tú pones el café y yo pongo la firma.

—Yo pongo el café y tu pones la firma y los vampiros...y, por cierto, hablando de eso...

David se acercó muy despacio a Saron y sin dejar de profundizar en sus ojos como nadie lo había hecho antes susurró de manera calma e intensa. —¿Te he dicho que me encantaría tu sangre?

—Mi ¿mi sangre? —preguntó Saron superada y nerviosa. —Sí...—contestó arrastrando la “i” con intención.

Por unos instantes todos y cada uno de los relatos en los que los vampiros habían seducido a su víctima aparecieron en su mente desordenando por completo su estado de ánimo. Aquel hombre tenía todo lo que ella había descrito cientos de veces, todo lo que convertía el terror en una deliciosa tentación ante la que sucumbir era tan perdición como liberación. La comodidad dio paso a la inquietud y está al más honesto de los escalofríos que atravesó su cuerpo con tanta facilidad como crueldad.

—El autobús, mi trabajo, recuerda —aclaró señalando con sus manos el lugar —no soy Drácula.

Un suspiro acompañado de una risa nerviosa alejó por completo los demonios de la mente de escritora de Saron.

—No quería asustarte, escritora —sonrió David —lo siento.

—No, no, tranquilo —respondió avergonzada —soy yo...yo...es igual —dijo tratando de regresar a la normalidad.

—Entonces ¿qué me dices?

El recuerdo de su marido regresó de nuevo a su mente. —No puedo, de verdad.

—Oh, ¿alguna enfermedad? ¿Tensión alta?

—No se trata de eso, yo....

—Miedo a las agujas.

—¿Co...cómo lo sabes? —preguntó sorprendida.

—Te sorprendería la cantidad de veces que veo a la gente temblar en este lugar cuando me acerco con la jeringuilla. Es más normal de lo que crees.

—Gracias por entenderlo

—No, yo no he dicho nada de —sonrió con toneladas infinitas de encanto David —he dicho que es muy normal no que vayas a librarte fácilmente de mí. ¿Tienes algo mejor que hacer?

La verdad es que por patético que pudiera sonar, el plan de dejar salir la sangre de su cuerpo era con enorme distancia sobre el segundo el mejor de los planes que podía tener en aquel momento. Nadie esperaba en casa, no tenía llamadas que realizar, sitios a los que ir o cosas que hacer.

Podía tratar de negarlo, pero se encontraba a gusto con las atenciones de David y aunque la idea de donar era tan insoportable como siempre, había algo en la forma en la que aquel hombre le miraba que le transmitía una poderosa tranquilidad.

Un auténtico vampiro...

—¿Nunca te rindes? —dijo con apenas un susurro recordando de nuevo a su marido.

—Nunca cuando de ayudar a los demás se trata —contestó David sonriendo.

Iba a hacerlo. En lo más profundo de su interior confiaba en que su marido comprendiera que no lo hacía por ese hombre sino por él...o por los dos...o por ella. Daba igual. Después de todo lo cierto es que daba bastante igual. Se encontraba tan cansada de ser ella que quizá era el momento de dejar de serlo...o no...

Todo estaba tan confuso como una gota de lluvia en pleno ojo.

—Te prometo que no te dolerá. Además, yo estoy aquí y te aseguro que hago esto cientos de veces al día. Por desgracia estamos solos, nadie nos va a molestar y si quieres hasta cierro el autobús y me aseguro de que nadie te pueda ver llorando como una niña suplicando socorro.

Río a carcajadas. Por primera vez en mucho tiempo soltó una risa que sonó tan sincera como inesperada.

—Una niña suplicando socorro, ¿no? —preguntó entre más risas. —Tienes toda la pinta de hacerlo en cualquier momento.

Tenía miedo, claro que lo tenía, pero el encanto de David y la certeza de que se encontraba en buenas manos la llevó a asentir y ofrecer su brazo al enfermero.

—Voy a hacerlo.

—¡Magnífico! ¡No te arrepentirás, ya lo verás!

Aquel hombre se movía por el interior del autobús con rapidez y destreza. Sus movimientos eran enérgicos y seguros algo que le transmitió seguridad mientras se tumbaba en los asientos convertidos en camillas que ocupaban ambos lados del vehículo.

Cerró el autobús lo cual, de alguna manera inexplicable produjo una inmediata sensación de inquietud en Saron.

—¿No bromeabas con lo de cerrar la entrada? —¿Prefieres que deje abierto?

—No, no —contestó asegurándose de no sonar paranoica pese a que en su interior no podía negar algo de nerviosismo al respecto.

—Ahora me temo que tengo que hacerte unas preguntas. No es nada personal, créeme —aseguró con dulzura —pero debo hacerlo para asegurarme de que puedes donar.

—¿Estás seguro que no es un viejo truco para ligar? —preguntó burlona.

—¿Quieres que ligue contigo? —respondió el doctor aumentando al infinito el coqueteo reinante.

El silencio y las medias sonrisas suavizaron el tenso instante y permitieron al doctor volver a los preparativos y a ella al recuerdo inevitable de su medio corazón.

Iba a donar. Su marido estaría contento hasta el punto de que quizá perdonara la pequeña “coquetería” de haber elegido al doctor más guapo que había visto en su vida para empezar a compartir su sangre con los más necesitados.

Contestó a las preguntas con sinceridad y David anotó con rapidez cada una de sus respuestas, formándose sin duda una idea muy clara de la mujer que tenía delante. No le importaba, es decir, quizá sí, pero la verdad es que estaba dejándose llevar de alguna manera poco habitual pero inevitable.

—Bueno Saron, te comunico que eres totalmente apta para donar.

Los nervios parecían querer brotar con fuerza de su interior, pero sin embargo había algo que los bloqueaba. Tal vez el encanto de David, tal vez el recuerdo de su marido, pero lo cierto era que la intranquilidad no era, ni de lejos, la que estaba segura que iba a sentir y por esa extraña razón una ola de paz comenzó a recorrer con rapidez todo su cuerpo. Lo hizo de forma tan intensa que incluso se movió algo inquieta en los asientos.

Algo no iba bien. Algo iba terriblemente mal. Miró a aquel hombre.

Sintió terror puro al hacerlo.

Cientos de historias diferentes nacidas de su imaginación invadieron su cerebro al instante, estrangulando su razón y desatando la más retorcida y oscura de las locuras.

¿Cómo no había podido distinguir a uno de los monstruos sobre los que solía escribir?

—¿Estás bien? —preguntó David mientras colocaba la mano en su frente.

—No, algo va mal...tengo que marcharme —contestó notando cierto regusto pesado en su lengua.

—¿Seguro? —insistió el enfermero.

—So...soco..rro...—trató de gritar sin éxito.

Fue totalmente incapaz de terminar la frase. Una oleada de pánico congeló su existencia. No podía mover los labios y cuando trató de incorporarse comprendió que la misma rigidez que sentía en su rostro se había trasladado al resto de su cuerpo.

Estaba paralizada por completo.

—¿Estas bien, Saron? —preguntó David cambiando por completo la expresión de su cara. El encanto había dado paso a una mueca sádica aterradora. —Oh, se me olvidaba, NO, NO ESTÁS BIEN, discúlpame, hay algo que aún no he comentado. Son los efectos del “chocolate” que has tomado. No intentes moverte. No intentes hablar. No te hará ningún mal hacerlo, pero no vas a lograrlo. No vas a volver a hacerlo jamás.

El brutal impacto de un trueno rompió el firmamento en dos mientras en el interior de aquel autobús el terror retorcía su alma, bañándola en un putrefacto manto de horror. Estaba inmóvil, era incapaz tan siquiera de cerrar los ojos, su cuerpo se encontraba paralizado y a merced de aquel desconocido que se aseguraba de mantener cerrada la puerta y cortinas de autobús.

—No me mires así —bromeó de forma macabra David —te prometí que nadie te vería como una niña pequeña pidiendo socorro y he cumplido mi parte. Ahora te toca a ti cumplir la tuya y darme un poquito de tu sangre, ¿no crees? Puta insolidaria, ¿pensabas que te ibas a ir de aquí sin donar?

La jeringuilla se introdujo lentamente en su brazo al tiempo que descubría que pese a la parálisis total en la que se encontraba sumida era perfectamente capaz de sentir todo cuanto sucedía en su cuerpo. La sensación de dolor que aquella jeringuilla estaba provocando parecía multiplicarse al infinito por la imposibilidad de expresarlo de alguna manera y dos de sus más sinceras y aterradas lágrimas brotaron de sus ojos sin que fuera capaz de cerrarlos.

—Como es tu primera vez te informo, Saron. Lo habitual es extraer en torno a 450cc, una cantidad ínfima que se recupera a los pocos días. El cuestionario previo que te he realizado me asegura que eres perfectamente capaz de donar y sé lo que estás pensando “Me ha drogado, me ha drogado, mi sangre no servirá” —dijo imitando torpemente la voz de Saron — pues no te preocupes por eso, lo que te he administrado desparece de la sangre a las pocas horas y no deja ni rastro. Podrás ayudar a muchísima gente. ¡Alegra esa cara!

Sus ojos acusaban los segundos sin parpadear y podía sentir un poderoso quemazón brotando de su interior. Las puertas del infierno en vida se habían abierto y parecía a merced de cientos de diablos cada vez que David desaparecía de su ángulo visual. No podía seguirle con la mirada, no sabía que estaba haciendo ni dónde se encontraba. Cuando regresaba, el pánico se reproducía miles de veces, destrozando el interior de su alma con violencia, desgarrando su existencia y troceando en obscenos pedazos de terror su corazón.

—Voy a sacarte cada gota de sangre que tengas en tu cuerpo y a meterla en estas pequeñas bolsas, ¿ves? —dijo poniendo sobre su vertical los recipientes dónde se acostumbraba a meter el resultado de las donaciones —el resultado será una excelente cosecha de solidaridad. Mucho después de que hayamos empezado morirás desangrada y será el momento de extraer tus órganos y seguir ayudando a la gente. ¿No es maravilloso? La buena noticia es que vas a tener HORAS para celebrar tu aportación, la mala que después no podremos seguir conociéndonos. Ohhhhhh —añadió burlón. Iba a desangrarla. Iba a vaciar por completo su cuerpo de sangre y lo iba a hacer en un autobús al alcance de todos, en mitad de una ciudad que sería cómplice silencioso de aquel terrible crimen. No podría pedir ayuda, no podría gritar, no podría hacer absolutamente nada.

Absolutamente nada.

—Tendrás la tentación de perder el conocimiento, pero no te preocupes, cuándo eso suceda yo te mantendré despierta y podrás enterarte de todo, todo. ¡Y por suerte para ti no estarás sola!

El enfermero tomó con las manos su cabeza y la giró a su derecha. Tras abrir unas cortinas pudo ver a tres mujeres más situadas en los asientos contrarios a los suyos. Bajo ellas una gran cantidad de bolsas habían recogido la sangre y el color de su piel se había tornado de un tono aterrador de blanco. Estaban muriendo...y a juzgar por su impávida expresión se encontraban en su misma situación...

...y totalmente desnudas...

—Saron, estas son Mandy, Everlin y.... ¿Gloria? Sí, creo que era Gloria. Es igual. ¿Estas más contenta ahora que has conocido a tus amigas? Oh, no contestes, tu cara me lo dice todo, estas encantada ¿verdad? —sonrió enérgicamente David mientras colocaba su cabeza de nuevo mirando al techo —voy a serte sincero Saron. Me conmueve tanta solidaridad, me conmueve tanta atención por el prójimo. ¡Sois lo mejor! ¿Sabéis la cantidad de vida que se podrán salvar con esta donación? Claro, no, la vuestra no se va a salvar, pero ¿acaso importa? Estamos hablando de ¡jodida solidaridad! ¿Creéis que podéis pasear por las calles con ese aire de superioridad, de suficiencia, de falsa modernidad mientras la gente muere? ¡No! —terminó gritando desencajado.

David desapareció de su vertical y volviendo a colocar su cabeza en dirección a sus compañeras de atrocidad, pudo ver como el enfermo clavaba una jeringuilla en el mismo centro del globo ocular de una de ellas. Su cuerpo ni se inmutó y el terror más oscuro invadió su cuerpo al comprender que por dentro estaría sufriendo el más intenso de los dolores.

Con un movimiento delicado el enfermero extrajo el ojo de la mujer y lo depositó en el interior de una pequeña bolsa.

Trató de cerrar los ojos, quiso evitar ser testigo de todo cuanto aquel monstruo realizaba en esa pobre mujer, pero no pudo. La vació. La vació por completo hasta reducir aquel cuerpo a la nada. Empezó por los ojos, continuó por los órganos y finalmente quebró sus huesos y los introdujo en pequeñas cajas metálicas. Una hora después no quedaba NADA de esa mujer que no estuviera catalogado y clasificado en bolsas y recipientes.

Era totalmente incapaz de decir en qué momento murió y si estaba viva mientras David abrió en dos su cuerpo con un bisturí.

Iba a morir.

Peor aún.

Iba a sufrir la más aterradora de las torturas en vida.

Invadida por el más sincero y putrefacto de los horrores fue incapaz de proferir grito alguno cuando un enérgico y constante golpeo interrumpió el silencio que reinaba dentro del autobús. Estaban llamando a la puerta.

—Saron, en seguida estoy contigo.

David terminó de lavar sus manos y con una toalla colocada con cuidado sobre sus dedos se dirigió a abrir. No había en su rostro ni un solo signo de intranquilidad o preocupación lo cual era sencillamente espeluznante.

—¿En qué puedo ayudarle agente?

¿La policía? ¡Era la policía! Trató con todas sus fuerzas de moverse, de gritar, de hacer algo, ¡de hacer algo por Dios! El resultado fue tan frustrante y desquiciado pues no hubo un solo músculo de todo su cuerpo que lograra variar medio centímetro de posición.

—En realidad soy yo el que veía a ofrecerles ayuda. He visto que no tienen mucho movimiento y había pensado dejar el coche patrulla un rato cerca para tratar de llamar la atención. Con esta lluvia me temo que el blanco de su unidad móvil pasa desapercibido.

—Se lo agradezco agente, pero la verdad es que las apariencias engañan —dijo David con total naturalidad— No está siendo un mal día después de todo. Pase, pase.

Medio minuto después sus ojos se llenaron de impotencia. El agente de policía se encontraba mirándola fijamente, sonriendo con cordialidad y admirando semejante ejercicio de solidaridad.

—Enhorabuena, señorita, está realizando usted una gran labor.

Debía notarlo, debía darse cuenta de que no movía un músculo, de que no contestaba a tan agradable comentario, ¡de que ella no era ella!

—No se moleste agente, no puede verle ni oírle, es sordo muda. Se llama Lori y es una de nuestras más fieles donantes. No miento si le digo que lleva acudiendo a nuestro encuentro años lo cual en su estado es aún más de agradecer. Nadie juzgaría mal a una persona con discapacidad por no ser más solidario, ¿verdad?

Lo tenía todo controlado. Cada detalle, cada giro inesperado del destino. Ese monstruo debía llevar tiempo haciendo algo así...nada lo detendría. Nada.

—Oh, lo siento, y sí, totalmente de acuerdo —dijo el agente mientras colocaba su mano con mimo en su antebrazo —hace falta tener mucho valor para hacer algo así en su estado.

En el interior cantidades obscenas de pánico se abrían paso por sus venas desgarrando por dentro su vida. Tenía delante la salvación, bastaba una palabra, un gesto, un simple movimiento de mano y todo habría terminado, la pesadilla habría quedado en el olvido de una mala noche...

...pero eso no iba a pasar. David se afanó en hablar del ejemplo de Saron y ocultó con gran habilidad lo que se encontraba más allá de las cortinas. Presumió con las cantidades donadas durante el día lo cual despertó la admiración del agente que aun así se ofreció a ayudar quedando situado al lado del autobús con sus luces desafiando la lluvia. David estuvo de acuerdo.

Nada iba a detenerlo.

El policía abandonó el lugar un par de minutos de intrascendente conversación después volviendo a acariciar su brazo al marcharse. David colocó una nueva bolsa al final de la vía y continuó extrayendo sangre de su cuerpo mientras besaba con ternura su mejilla.ç

—Siento la interrupción, Saron. Pensó en su marido.

—Donar sangre es donar vida. El sacrificio más puro y noble que existe —solía decir tratando de convencerla.

Jamás lo había conseguido.

Jamás hasta ese día había donado.

Pronto se convertiría en otra carpeta azul vacía.

Pronto podría volver a abrazarlo.

Hasta ese instante final quedaban horas de tortura, mutilación y horror.

Iba a donar su vida entera. La muerte sonrío irónica.

Con aquella mujer se iban a salvar un buen número de vidas. Su corazón, hígado, sus riñones, ojos y por supuesto su sangre, iban a servir para que muchas almas vieran un nuevo amanecer y un nuevo día...David se encargaría de eso como solía hacer con cada campaña de donación...

¿Había algo de malo en ello?

FIN.

Jose Rodríguez-Trillo (Madrid, 1977)  autor de la novela "Los Esclavos Perdidos" y de los libros de relatos de terror "Allan Road 77" "Fobia"y "Muérdago"


Jose Rodriguez no se limita a la a literatura y ha sido guionista de "Mirror" que se presentó la sección "Phonetastic film festival" de Sitges 2013.

Estamos hablando de un autor polifacético que no se limita a un solo género. Lo podréis comprobar con obras como "El Día de Érase una Vez" o en sus libros de poesía  como "Aisling"







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