Hubo una primera ciudad.
Una ciudad fundada por los habitantes de la noche.
Devoradores de sangre y reinada por el padre de todos ellos.
De esta ciudad se recuerda el nombre, sus reyes… pero cayó.
Y se alzó una segunda ciudad (que, aunque los cuentos dicen que superaba a la primera en belleza, no se recuerda su nombre ya que nunca fue la primera) y todos quieren olvidarla.
En la segunda ciudad vivía El Erudito. A pesar de su constitución débil y su hablar suave, era parte de los terceros inmortales, además según se decía era capaz de doblegar el mismo tiempo a su voluntad. Al Erudito nada le daba más dicha que el estudio. Su nueva condición le permitiría aprender todo cuanto quisiera por siempre.
O al menos así fue hasta que el padre de todos ellos, el primero de los inmortales, le maldijo junto al resto de los terceros inmortales por matar a los segundos.
Y como castigo a él, le quitó la pasión.
El Erudito descubrió con horror que sus emociones estaban entumecidas, rotas. Leer ya no le hacía sentir nada, charlar no le hacía sentir nada…
Estaba vacío y lo estaría toda la eternidad.
Una noche El Erudito salió a pasear (o más bien vagabundear) por las calles de la ciudad. Sin pretenderlo llegó a un templo y en su patio pudo ver a una mujer, una guerrera sacerdotisa.
La guerrera sacerdotisa estaba entrenando la lanza con maestría y sobre todo con pasión, sin saber por qué El erudito se quedó a mirar a la guerrera sacerdotisa practicar sus artes. La mujer practicaba con una sonrisa en su rostro y un vigor electrizante en todo su cuerpo, tan absorta en su práctica que el resto del mundo había dejado de existir para ella. Cuando finalmente cesó con la lanza notó la presencia del erudito.
- ¿Estás bien?
La pregunta se le hizo absurda al Erudito.
-Estás llorando.
Ella lo afirmó con tanta rotundidad... que al tocarse la cara incrédulo descubrió que así era. Sentía algo.
Algo de verdad.
Por primera vez en años estaba vivo de nuevo. Los dos hablaron toda la noche y descubrieron su pasión el uno por el otro, al acabar la noche, con el amanecer despuntando, El Erudito pidió a la guerrera sacerdotisa que le dejase volverla inmortal para no sentirse incompleto nunca más.
Ella aceptó con gusto completarse mutuamente.
La guerrera sacerdotisa, años después, despertó de su dicha y miró a las masas de esclavos de la ciudad. Vio a los terceros inmortales jugar con las personas como meros juguetes de su poder casi divino y vio la indolencia del padre de los inmortales…
Y solo pudo sentir asco.
Recriminó al Erudito que nadie hiciese nada.
-Ellos tienen sus juegos crueles con los que llenar su vacía eternidad, yo te tengo a ti y soy del todo pleno (hizo una pausa) no me importa nada más.
Y la guerrera sacerdotisa supo que era la única que podía hacer algo. Pero la faltaba poder, poder para pararse frente a los terceros inmortales.
Su amado en cambio podía doblegar el tiempo, con ese poder los podría hacer pagar a todos y liberar a tantos… y entonces decidió que se lo robaría al Erudito.
Ocurrió una noche como cualquier otra. El erudito no pudo prevenirlo.
No pudo pararlo.
No quiso hacerlo.
Tenía miedo de hacerla daño. La guerrera sacerdotisa consumió la sangre de su amado, toda su sangre. El Erudito miro una última vez a la mujer que amaba con los ojos llorosos y el corazón roto de pena.
-Lo siento.
Fue su último aliento, casi como una súplica.
Entonces la guerrera sacerdotisa se sintió tan abrumada por sus emociones que solo pudo estar vacía.
Como El Erudito lo estuvo antes de que ella llegase.
Con el poder de doblegar el tiempo, los terceros inmortales temieron a la mujer que una vez su hermano había amado. Tanto fue su terror que la exiliaron de la ciudad.
- ¡Oídme, terceros inmortales! ¡me iré por respetar la memoria de mi amado! ¡pero sabed que volveré para haceros pagar y lo haré como LA RENEGADA!
Y hecha su amenaza, La Renegada salió de la ciudad con ardiente determinación.
Y con un susurro pronunció el nombre de su amado una última vez.
-Ilies…
Texto: Pablo Sanz
Ilustración: Zdzisław Beksiński.

No hay comentarios:
Publicar un comentario